Nuestro
Padre, manteniendo el cuerpo erguido, inclinaba la cabeza y, mirando
humildemente a Cristo, le reverenciaba con todo su ser. Se inclinaba ante el
altar como si Cristo, representado en él, estuviera allí real y personalmente.
Se
comportaba así en conformidad con este fragmento del libro de Judit: "Te
ha agradado siempre la oración de los mansos y humildes" (Jdt 9,
16)...También se inspiraba en estas palabras: "Yo no soy digno de que
entres en mi casa" (Mt 8, 8); "Señor, ante ti me he humillado
siempre"(Sal 146, 6).
Enseñaba
a hacerlo así a los frailes cuando pasaban delante del crucifijo, para que
Cristo, humillado por nosotros hasta el extremo, nos viera humillados ante su
majestad.
Jesús
es el único Señor de la historia: un crucificado se erige como salvador de
todos los hombres y mujeres.
Inclinamos
unos instantes nuestras cabezas ante Jesús crucificado porque es el único Señor
de nuestras vidas.
Ante Él
recordamos a tantos jóvenes envueltos en historias oscuras: drogas, problemas
familiares, sin ilusiones y esperanzas de futuro, parados, sin techo...
Ante Él
oramos por tantos jóvenes que trabajan como voluntarios sociales, en
hospitales, albergues, asilos, campos de trabajo, misiones... por todos los que
trabajan en favor de los marginados.
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